
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo.
Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
“Par de estúpidos”, pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras.
A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles.
—¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento de levantarse.— Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportables —protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
—Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
—Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
—Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente.